28/9/20

Diálogos Vacíos


 


-¿Cuál es el drama de tu vida?

-¿Hoy?

-Si, hoy.

-Tener a mi mamá y que solo sepa de ella que se llama Ana y que fue médica.

- ¿Qué le pasó?

-Tuvo un ACV.

-Oh! Pobrecita. Que desgracia más grande.

-Para quién?

-Para ella, obviamente.

-No lo sé.

-¿Qué cosa no sabes?

-De quién es la desgracia.  Cada vez que me siento frente a ella y nos desconocemos mutuamente siento que la desgracia es compartida. Ella no sabe quién soy, no recuerda que soy su hija: ni siquiera mi nombre.  Y yo comienzo a desconocerla a ella, nada de mi madre queda hoy.

 



     - ¿Quién es esa señora?- me preguntó

-Es Celia, mamá.

- ¿Y quién es Celia?

-Tu hija menor, mami.

Mamá llevó la mirada a sus manos que descansaban sobre su falda.

- ¿Qué ves?- le pregunté mientras intentaba saber qué había pasado con su mente.

- ¿Quién? ¿Yo?

-Sí, vos.

-No sé, nada.




14/9/20

La persistencia de lo amargo


                                              La persistencia de la memoria - Dalì -


Me acuerdo de los caramelos de miel que aparecían como por arte de magia de la mano del doctor Vela García del Canal. Venía cada mañana a visitar a mi abuelo Amancio quien vivía con nosotros desde que se había enfermado.

Al llegar a casa el doctor saludaba desde la puerta de entrada y yo corría a recibirlo.

Siempre impecable, ni una arruga ni manchas. Usaba zapatos blancos de charol que compraba en Buenos Aires, en los pueblos no se conseguían ese tipo de excentricidades que él lucía sin pudor. Si no escuchaba su saludo al llegar, podía  adivinarlo por el aroma de su  perfume almibarado. 

Apenas me veía me regalaba una sonrisa y se agachaba hasta que con mi boca pudiera darle un beso ruidoso en la mejilla mientras él me daba asquerosas palmaditas en la cola, con esa mano grande y vigorosa. Antes de que yo pudiera decir algo,  hacía aparecer un caramelo de miel.

Recuerdo que lo tomaba como si fuera la sortija de la calesita y de inmediato me iba al patio a esconderme con la golosina  apretada en la mano.

Mientras me alejaba de èl lo escuchaba decirme: “no se lo cuentes a nadie, los caramelos de miel son solo para vos”. Eso me hacía sentir elegida.  

Además mi  mamá me había prohibido comer caramelos antes de las comidas, decía que después no probaba bocado.

4/9/20

La cinta del delantal


 

Se recostó sobre el respaldo de la silla como si desde esa posición obtuviera una mejor vista  del culo de su mujer.

Ella apoyaba su pelvis contra la mesada de la cocina frente a la pileta. Lavaba los platos de la cena, distraída en sus pensamientos.

El alargó la mano hasta alcanzar el vaso que tenía frente a él sobre la mesa, y se tomó de un sorbo lo que quedaba de cerveza.

Siguió con la vista, minucioso y concentrado, la cinta del delantal anudado a la cintura de su esposa que caía sobre sus nalgas altas y rellenas.

Pensó en desnudarla y metérsela allí mismo. Estaba caliente. Se tocó suave mientras imaginaba que ella se recostaría sobre su pecho permitiéndole acariciar su silueta ondulada y que se abriría para recibirlo. Sintió calor y su excitación se alborotó del todo.

Era posible, era su mujer, la tenía a escasos metros.

Se puso de pie.

La pondría sobre la mesa, le levantaría la pollera, le abriría las piernas y la haría disfrutar.

Y ella no disfrutaría nada, como siempre. Se sorprendería ante su proximidad y lo esquivaría con alguna excusa que lo alejara de la idea de tener sexo esa noche.

Esa noche y la mayoría de ellas.

Entonces prefirió no acercarse.

En su lugar se encerró en el baño y se masturbó. Cuando terminó salió como si nada hubiera pasado, le dijo buenas noches y se fue a acostar.

Un rato después la escuchó entrar al cuarto. Simuló estar dormido mientras la espiaba y la vio desnudarse lentamente para ponerse el pijama y luego acostarse en su lado de la cama.

Mañana sería otro día.

Igual.

25/8/20

Pescados


 

Manejo hacia mi trabajo.

Llegando al peaje me doy cuenta que no tengo el permiso para circular. Detengo el auto en la fila y espero mi turno para pasar por la casilla. Busco en mi cartera el celular para tratar de obtener el permiso. Mientras lo hago, me doy cuenta que tampoco traigo conmigo la documentación del auto. 

Levanto la vista, del otro lado de la barrera hay  varios policías pidiendo autorizaciones.

Transpiro, me corre agua por la espalda, por entre las piernas. Estoy nerviosa.

El agente espera a escasos metros, me mira fijo a los ojos. Sabe lo que me sucede, lo veo en el brillo sádico de su mirada. Disfruta mientras yo, sufro.

Avanzo lento. Mis manos resbalan en el volante. Percibo los latidos de mi corazón acelerado.

Se levanta la barrera, la conciencia de cada movimiento me confunde y en lugar de oprimir la tecla para poner la baliza y detenerme a la par del policía, toco la bocina, suena y estalla una nube de polvo blanco.  

Tengo miedo.

Además de no cumplir con las reglas, las ensucio. Estoy a punto de bajar del auto y entregarle mis manos para que me espose.

La nube se disipa y el tránsito de la autopista vuelve a aparecer.

Sigo ahí, mojada e inmóvil.  Infinidad de peces vienen hacia mí, se chocan unos a otros tratando de alcanzarme.

Miro al policía, me atrae tanto como me repele y yo no me puedo mover.