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En una mano llevaba sus zapatos, con la otra arrastraba lentamente una silla. Recorrió el lugar con paso lento y tranquilo. Había logrado burlar la seguridad del acuario escondido en un cuarto de baño.
Llegó hasta la sala principal, en el primer piso, y divisó la pecera que buscaba en el medio de una habitación cubierta por una cúpula de vidrio, por donde esa noche parecía que la luna se colaba a mojarse los pies.
Acomodó la silla frente a ella y se sentó.
Fue buscando la posición y la distancia mas adecuada para quedarse allí, contemplando aquellos peces grises, esperando esa noche poder volver a ver esa aleta roja que lo había encantado una tarde que de casualidad entró a visitar el acuario. Esa aleta que todos negaban que existiera y que ante su insistencia le había hecho ganar el apodo del loco de la sirena.
Se recostó sobre el respaldar de la silla, abrió y extendió las piernas y movió relajado los dedos de los pies.
Luego de un rato se levantó, caminó alrededor de la pecera y observó en detalle cada rincón, el lecho de piedras y los caracoles. Todo estaba inmóvil, incluso la media docena de sargos que se hallaban suspendidos y quietos en estado de hibernación.
Puso las manos en los bolsillos del pantalón y se quedó tan quieto como pudo, silencioso, por momentos hasta reteniendo la respiración.
Todo mantenía su apariencia normal.
Volvió a su silla sin darle la espalda a la pecera, se sentó y sacudió la cabeza enérgicamente intentando espantar al sueño que comenzaba a tomar aspecto de burbujas y lo sumergía en el agua como si fuera un pez más.
Por un instante hasta tuvo la sensación de que el agua le llegaba hasta la boca y dio un respingo hacia arriba que lo volteó al suelo. Cuando quiso levantarse notó que el piso estaba mojado y no lograba incorporarse, como si una fuerza accionara hacia el centro de la tierra para que no pudiera levantarse.
Notó que su voluntad ya no contaba, ni siquiera para entender que estaba sucediendo.
Fue en ese instante de desconcierto cuando vio la aleta colorada que tanto había esperado volver a ver, la larga cola de escamas nacaradas circundaban ahora su cuerpo, se deslizaba suavemente a su alrededor con la mirada sujeta en él y con la misma expresión de sorpresa y satisfacción por volver a verlo. Ahora él estaba tieso por la sorpresa y el miedo.
Vio desde su posición que la pecera se había vaciado y los sargos nadaban por el suelo también a su alrededor.
El cuarto era ahora una enorme pecera y sus piernas habían desaparecido en una infinita cola de pez. Las sentía oprimidas ahí dentro, como fantasmas de alguna remota existencia.
Cuando intentaba moverlas solo veía como esa cola enorme, tan azul como el cielo, golpeaba contra el piso salpicando agua hacia todos lados. Su nueva extremidad era claramente torpe.
La sirena, asustada por esa torpeza y repelida por los movimientos del hombre, se alejó. Nadó hasta la silla y se sentó a contemplarlo dejando caer relajada su cola brillosa, que se movía ondulante y con suavidad, hasta que de pronto comenzó a abrirse, surgiendo de ella un par de pies, que se sacudían también torpemente, soltando las escamas por el aire como si fueran burbujas. La piel de pez se le fue retirando mas rápido de lo que sus ávidos ojos llegaban a captar, y apareció de cada pie una pierna larga y de tan blanca, traslucida, que crecían en una metamorfosis húmeda y despiadada. Nada de lo que sucedía era posible de ser entendido en el mismo tiempo que iba aconteciendo. Solo pasaba.
El hombre sólo logró entender que había encontrado lo que tanto había buscado y que ello le había resultado de un precio extremadamente alto. Mientras el se transformaba en pez, ella tomaba las formas de una mujer.
El hombre sólo logró entender que había encontrado lo que tanto había buscado y que ello le había resultado de un precio extremadamente alto. Mientras el se transformaba en pez, ella tomaba las formas de una mujer.
Cuando las piernas de la sirena se liberaron por completo, ambas se despegaron una de la otra y se abrieron como en un latigazo reflejo que dejó al descubierto un intersticio profundo.
Miró, y sin ver, sintió.
Instintivamente, aun conservando sus antiguos movimientos, se deslizó desde la silla hasta donde estaba el hombre, que paulatinamente iba perdiendo su piel por escamas, y su mirada iba adoptando una expresión de resignación que espantó el temor de la sirena, mas allá de los violentos movimientos con los que él insistía para liberarse.
Ella se subió sobre él dejando que la boca de entre sus piernas se abriera En el roce contra las escamas sólidas, sintió placer, otra vez sintió sin ver. Y se quedó allí sin detenerse, frotando su cuerpo contra el de él. Perdiendo la conciencia en el vaivén de sus nuevas caderas sobre las antiguas de él. Sintiendo una calma que se aproximaba detrás del vértigo, como si aquello comenzara a resultar necesario para calmar un ardor que provenía de adentro.
No entendía, pero no le resultaba necesario para sentir lo que estaba sintiendo. Ahora ella comenzó a sentirse presa de ese deseo, tan terriblemente hondo que ya no pudo detenerlo. El hombre pez dejó de moverse debajo del cuerpo de ella que se arqueaba como una ola enloquecida, el deseo resurgió en su inmovilidad. En cuanto dejó de pelear, y como con una estaca filosa, desgarró su piel de pez y atravesó el cuerpo de la mujer que como una cresta de espuma blanca cayó, ahora, sobre un cuerpo de hombre con brazos y pies.
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