Le contaba que estaba acariciando a una mujer.
Me quedé esperando que dé alguna respuesta a través de su mirada.
Para mi sorpresa, su mirada, en lugar de congelarse fue tomando una textura blanda, mezcla entre dulce y excitada.
Entonces confié en que entendería de qué le estaba hablando, cerré los ojos y me dejé llevar como en un estado de ensueño a asirme de aquel deseo secreto, guardado bajo siete llaves hasta ese momento.
El estaba sentado en el piso, apoyado sobre una pared ajada, desnuda, desnudo, mudos ambos, viéndome y escuchando el susurro de las caricias que viajaban en mis manos, sobre mi cuerpo. Fui haciéndole sentir de las suavidades, y las curvas, los olores, los jugos, la locura frotándonos entre las piernas mojadas, los acordes tensos que fueron perdiendo tirantez a más besos y menos palabras.
El fue comprendiendo nuestros deseos, el de ella y el mío, la necesidad de probarnos, de saber por qué y qué, de compartirnos, de vernos desnudas frente a frente, tibias, blancas. Descubrirnos. Conocer. Su pelo entre mis tetas, mi lengua en sus manos.
El iba sabiendo, sintiendo, miraba atento, escuchaba mis murmullos y me dejaba avanzar, en un afán casi morboso por seguir conociendo detalles del momento, de los sabores, las ganas, la inconciencia de ambas, mas detalles de cómo era ella y como era yo. De quienes éramos.
Fue en el instante donde ya no tuvo posibilidades de tomarme, desde su ausencia, sin poder penetrar entre ambas, ni penetrarme ni penetrarla, cuando supo que él no iba a estar ahí, el día que yo, como ya le había dicho, me cogería a su mina.