“Al ejercer mi propio y humilde esfuerzo creativo, pongo mi
confianza en lo que aún ignoro y
en lo que aún no he hecho”
-Max Weber-
Pedalee tan fuerte como pude. Me
empezaron a picar las piernas, como si la sangre ya no entrara en ellas y
quisiera rebalsarse.
Llegué a casa y entré la bicicleta.
Tuve la sensación de que había
andado escapando de alguien. Sentí la transpiración helada por debajo de la
ropa y un gran cansancio. Me desplomé en una silla cerca de la ventana.
Sorpresivamente me di cuenta que
no había logrado escapar y que tampoco había podido burlar al anónimo, noté que caminaba directamente hacia donde yo
me había sentado mientras que alguien nos miraba. Sus pasos sonaban livianos. Me
dio miedo, hubiera queridos salirme del cuerpo y desaparecer, pero a menos de unos segundos de intentarlo, sentí un calor intenso
sobre mi espalda aun helada. Una mano suave y desconocida se movía despacio
dibujando pequeños círculos que fueron
entibiándome la piel. Ya no quise moverme y dejé mi cuerpo ahí, quieto, ablandándose de a
poco y dejándose acariciar.
Hubo un largo rato de silencio y
caricias suaves que no iban mucho más
allá de mi espalda y mis hombros. Por
momento un par de yemas trepaban hasta
mi cuello pero parecían caerse como dando pequeños pasos de regreso. No quise
ni pestañear para no romper el clima en que me encontraba y cuando me decidí a
hacerlo me encontré con el pañuelo rojo
ajustado sobre mis ojos.
Desde algún lugar alejado escuché
otra vez aquella pregunta, las letras se iban deshilvanando de a poco mientras
yo flotaba en el aire en los brazos ajustados de esa persona que no sabía quién
era ni podía ver. Alguien a lo lejos volvió
a preguntarme si quería seguir adelante
y cuando iba a contestar sentí mis piernas rozando las sabanas frías y las
palabras que se quedaron calladas dentro de mi boca.
De pronto como si me fuera
deslizando despacio, movida por una
fuerza ajena a mí, fui percibiendo que el espacio se movía a mí alrededor. Recuerdo dos voces distintas, manos y caricias por todo el cuerpo, olores conocidos
y otros no tanto, el sabor del vino en mi boca y en mi cabeza, pieles diferentes,
labios que no eran míos, voces que no decían nada y mi cuerpo en permanente movimiento
en manos de otros. Sentí que me tomaban de la cintura, mi boca rozando la tela áspera de la sabana y la
dificultad para respirar. Un cuerpo extraño se apoyaba por detrás de mí. Y otra
vez el vino que me giraba por el cuerpo.
Una mano me tomó del abdomen y me
elevó, trataba de sostenerme, mientras
que por detrás sentía que me empujaban e intentabas acomodar mis piernas pesadas.
Momentos después todo comenzó a
lentificarse y las voces, las manos y los cuerpos se fueron alejando hasta que
dejé de sentirlas. Se habían ido. Ya no supe más de mí hasta despertarme con
la luz del sol que me pegaba en la cara.
Sentí un ruido estrepitoso y al
abrir los ojos vi la bicicleta que se había caído delante de mi silla, y cerca
de ella, en el piso, mi ropa humedecida
por el sudor frio de esa tarde a la orilla del rio.